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IA en la Era Moderna: transformación laboral y social

En la era preindustrial, la gran mayoría de la población era campesina, estimada entre el 80% y el 90%, con una vida que estaba íntimamente vinculada a la tierra. Las jornadas laborales eran de 12 a 16 horas diarias, variando según las estaciones y las necesidades agrícolas del momento. Estas largas horas de trabajo implicaban una labor física ardua, una dependencia de métodos agrícolas manuales y de herramientas simples, dada la escasa tecnología.

Las viviendas rurales eran sencillas, de materiales básicos, carecían de acueductos y sistemas de saneamiento adecuados. Esta falta de higiene facilitaba la propagación de enfermedades infecciosas como la viruela y la peste, lo que contribuía a una baja expectativa de vida que, a lo sumo, alcanzaba los 30 ó 40 años en promedio. La alta mortalidad infantil y las complicaciones durante el embarazo y el parto eran factores determinantes en la corta expectativa de vida.

La nobleza, que representaba entre el 10% y el 20% de la población, experimentaba condiciones contrastantes. Accedían a servicios médicos preferenciales y disfrutaban de una dieta más variada, lo que escasamente contribuía a una expectativa de vida más alta. La salud y la educación eran prácticamente lujos inexistentes para la mayoría. La vida digna estaba vinculada a la posición social, dejando a la mayoría con escasos derechos individuales.

El misticismo y la religión eran pilares centrales en la sociedad y la política. Las creencias religiosas y los tabúes dictaban normas éticas, sociales y legales. Las autoridades religiosas de todas las creencias tenían un impacto claro en los gobiernos, y quienes desafiaban las creencias dominantes en el territorio enfrentaban consecuencias graves, como la marginación, el exilio, acusaciones de brujería o castigos comunitarios, sacrificios humanos y ofrendas rituales, todo esto justificado por respeto a culturas ancestrales.

La llegada de la industrialización en el siglo XIX marcó una transformación profunda en la estructura social. Los obreros industriales, que constituían entre el 30% y el 40% de la población, se enfrentaban a jornadas laborales que a menudo superaban las 12 horas diarias. Estas condiciones laborales eran aún más difíciles debido a la falta de regulaciones, lo que contribuía a entornos insalubres.

La rápida urbanización llevó a la construcción desmedida de viviendas, poblando densamente zonas industriales, con mala planeación y sistemas de saneamiento inadecuados. La falta de higiene propiciaba la propagación de enfermedades, especialmente durante los primeros años de la Revolución Industrial. Aunque la expectativa de vida mostraba mejoras graduales, seguía siendo moderada.

La burguesía, que representaba entre el 20% y el 30% de la población, gozaba de condiciones de vida favorables, incluido el acceso a servicios médicos y condiciones laborales menos rigurosas, lo que contribuía a una expectativa de vida más alta en comparación con la de los obreros. La introducción de maquinaria aumentó la eficiencia pero también condujo a jornadas laborales extensas para los trabajadores, aunque marcó un incipiente progreso, también trajo consigo discrepancias y desafíos que de haberse mantenido ponían en riesgo la sostenibilidad del modelo.

El Siglo XX trajo avances significativos en términos tecnológicos: la automatización, la electricidad y procesos de producción más eficientes redujeron la dependencia de la mano de obra intensiva. Se implementaron regulaciones laborales para limitar las horas de trabajo, a pesar de los desafíos persistentes para los trabajadores industriales. Las condiciones laborales mejoraron de la mano del desarrollo tecnológico y las luchas sindicales. La expectativa de vida en muchos lugares del mundo, aumentó significativamente, alcanzando entre 70 y 80 años, gracias a los avances en higiene y salud. La burguesía y los propietarios, quienes representaban entre el 20% y el 30% de la población, disfrutaban de entornos más cómodos y tenían acceso a servicios sanitarios de mayor calidad.

La secularización se intensificó, fomentando la diversidad de creencias y la libertad religiosa, aunque en algunas regiones las instituciones religiosas mantuvieron su relevancia. La lucha por los derechos individuales enfrentó desafíos como la lucha contra la discriminación, la libertad religiosa, la igualdad de género y la aceptación de diversas orientaciones sexuales.

Hoy, los avances en el desarrollo de la inteligencia artificial (IA) nos envuelve en un proceso de cambio profundo y continuo; este cambio no solo modifica la manera en que interactuamos con la tecnología, sino también nuestro papel como individuos dentro del modelo de producción.

La inteligencia artificial está transformando la forma en que realizamos tareas cotidianas, la manera en que consumimos y desarrollamos nuestros trabajos. Los seres humanos estamos frente a un cambio en nuestra relación con la tecnología: pasamos de ser vistos principalmente como productores a ser considerados cada vez más como clientes de productos y servicios.

Mas que un cambio de paradigma, este posible cambio de modo de producción conlleva varios riesgos, como la pérdida de empleos y el impacto en el poder adquisitivo de las personas. La automatización plantea el riesgo de que muchos empleos sean reemplazados por sistemas basados en IA, lo que podría ocasionar desempleo masivo y cambios económicos inesperados.

Además de los lugares comunes como los programas de reentrenamiento y educación para adaptar a los empleados al cambio de paradigma laboral y el desarrollo de nuevas habilidades y competencias, también debemos abordar los riesgos que plantea el impacto de la IA en la sociedad en su conjunto. Por ejemplo, en el mercado laboral, podría agudizar y aumentar la desigualdad económica, así como generar una dependencia excesiva de la tecnología, lo que podría tener efectos negativos en nuestra salud mental, bienestar y en la sostenibilidad del modelo económico.

Reducir las jornadas laborales puede ser una estrategia central que no solo permita mitigar la pérdida de empleo y promover la empleabilidad en un contexto cambiante, sino que también garantice la continuidad del modelo económico y la existencia de un mercado fuerte capaz de absorber la creciente oferta de bienes y servicios. Una distribución más equitativa del trabajo disponible significaría que más personas tendrían acceso a oportunidades laborales, impulsando el consumo y logrando un equilibrio entre el trabajo y la vida personal. Es importante tener en cuenta que es en la vida personal donde ocurren principalmente los momentos de consumo.

Una cultura de uso responsable de la tecnología, acompañada de políticas de privacidad sólidas y una redefinición del sistema educativo que incluya nuevas habilidades y roles en el entorno laboral y social, son elementos esenciales. Además, se necesita un fuerte control sobre el desarrollo y la implementación de la IA, garantizando su uso para el bien común y minimizando los riesgos potenciales. También es importante mantener una apertura cautelosa frente a éstas formas tecnológicas que apenas estamos comprendiendo. A medida que los seres humanos nos volvemos más consumidores que productores, abordar éstos cambios con cautela, adaptabilidad y un compromiso continuo con los valores humanos fundamentales se vuelve transcendental.

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Por: Juan Camilo Rojas.

Sociólogo con MBA, enfocado en gestión y seguimiento de proyectos, planificación estratégica, análisis de indicadores sociales y gestión pública. Sígueme en X como @jucaroj

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