He observado recientemente la reacción de un sector de la opinión pública ante el comportamiento de periodistas y líderes de opinión que denuncian la corrupción gubernamental. Es desconcertante cómo intentan descalificar los argumentos y las denuncias de éstos periodistas, acusándolos de traicionar convicciones, de estar al servicio de otros actores políticos o de afectar valores que, en su momento, este grupo asumía compartir con ellos, solo porque coinciden en denunciar hechos de un sector político opuesto.
Esta situación me llevó a reflexionar sobre el radicalismo que nos lleva a creer que nuestra visión del mundo es el centro del universo. Adoptar esta postura implica que las vidas de las personas, sus profesiones y su quehacer diario deben estar al servicio de ciertas convicciones que, al final, nos instrumentalizan. Esto nos convierte en servidores de ideas que, muchas veces, aportan poco o nada a nuestras vidas personales, nuestras familias, comunidades y al entorno como ciudadanos.
Ahora bien, es válido preguntarnos: ¿debemos, como individuos, ser fieles, leales y dóciles ante ciertas ideas, convicciones, creencias o ideologías y estar a su servicio? O, por el contrario, ¿deberían estas estar al servicio de nosotros como seres humanos? ¿Qué oportunidades habría tenido la humanidad de alcanzar, por ejemplo, los niveles de acceso a agua potable, educación y salud que disfrutamos hoy, si los valores del pasado, como los de la Edad Media, culturas autóctonas o el feudalismo, se hubieran mantenido intactos? [1]
En una clase de sociología política, discutimos cómo uno de los rasgos del totalitarismo es el humanismo, entendido como el establecimiento de un ideal de ser humano. Esta necesidad de definir lo que se considera un humano «ideal», puede llevar a excluir a aquellos que no se alinean con ésta definición. Permitir que este ideal impere en el mundo de las ideas le da la capacidad de generar pasiones. A lo largo de la historia, estas pasiones han desembocado en guerras, muertes y conflictos fundamentalistas en todos los rincones del planeta. Aunque los conflictos requieren intereses y actores económicos para sostener su logística, el mundo de las ideas —religiosas, políticas y de otras índoles— ha intensificado éstos conflictos y llevado su crueldad a niveles extremos. [2]
Más allá del debate político, económico, ético o religioso, este texto es una invitación a reflexionar sobre nuestras propias ideas. Preguntémonos: ¿cuál es la utilidad práctica de mis ideales, creencias y convicciones? ¿Cómo contribuyen, de manera real, a mi vida, a la de mi familia, amigos, vecinos y a otros ciudadanos? ¿Cómo puedo lograr que estos valores aporten en mi vida diaria o en la de quienes me rodean? ¿Qué tanto daño puede causar la implementación de éstas ideas? Si la respuesta es meramente intangible o espiritual y no se materializa en capacidades tangibles de acceso a bienes o servicios que mejoren la calidad de vida de otros, entonces debemos plantearnos estas preguntas con mayor frecuencia. Es posible que nuestras propias ideas nos estén sesgando. [3]
Es fundamental recordar que no estamos obligados a ser fieles o leales a ideologías, creencias o convicciones que carecen de utilidad práctica en un momento determinado de la historia. Cuando estas ideas dejan de ser útiles, debemos buscar nuevos horizontes que se adapten mejor a las condiciones del contexto y a los medios necesarios para superar las dificultades existentes, generando el menor daño posible. [4]
Referencias:
1. Giddens, A. (1998). The Third Way: The Renewal of Social Democracy. Cambridge: Polity Press.
2. Arendt, H. (1951). The Origins of Totalitarianism. New York: Harcourt Brace.
3. Tilly, C. (2003). The Politics of Collective Violence. Cambridge: Cambridge University Press.
4. Beck, U. (1992). Risk Society: Towards a New Modernity. London: Sage Publications.
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Autor: Juan Camilo Rojas.
Sociólogo con MBA, enfocado en gestión y seguimiento de proyectos, planificación estratégica, análisis de indicadores sociales y gestión pública. Sígueme en X como @jucaroj