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Dignificar la vida del Maestro, es reivindicar la esperanza

“Hay una gran necesidad de afecto, muchos niños solo tienen en el maestro una posibilidad de salvación porque quizás en su casa y en el medio son agredidos, el maestro es el oasis para sus sueños. Que respeten a los maestros que son los que construyen una Nación. La educación no se puede ver como un negocio, ni como un proyecto que eche por la borda el tiempo del amor y de la imaginación, que es el tiempo de los sueños. No es la aplicación absurda y a veces violenta de unos contenidos.” Jairo Aníbal Niño

Creo que yo era uno de esos colombianos que pensaba que los maestros eran unos seres extraños, que por falta de pasión por cosas importantes en la vida terminaban haciendo la fácil, irse a una escuela a “dictar” clases, a pasar unas pequeñas horas del día “soportando” muchachos y esperando que la vida les diera una mejor oportunidad de vivir decentemente.

 

Pero la vida, sabia y prudente, me llevo en un momento inesperado a un lugar encantado para que conociera de cerca lo que son los laberintos de la educación, a dejarme impresionar por la cotidianidad de la escuela, las paradojas entre las pretensiones del Estado y las realidades de los niños, los conflictos, las carencias, el impacto de la pobreza sobre los resultados escolares, y sobre todo, de la profunda pasión de las maestras y maestros por entender el universo de los estudiantes y acompañarlos amorosamente en la consolidación de sus proyectos de vida.

 

En esta sociedad se entiende a la escuela como una fábrica en la cual mediante un proceso de profes, tiza y tablero se transforma un niño analfabeta y sin normas en un ciudadano productivo y “de bien”. Entenderla así permite que sobre la educación se construyan enormes mitos, que los políticos prometan que será la herramienta para derrotar la inequidad y las desigualdades, y se cargue a los maestros con la descomunal tarea de “salvar” a nuestros niños.

 

Estar cerca de la cotidianidad de la escuela, de sus procesos, de sus logros y de sus fracasos, de las pequeñas historias de los niños que son su vida, de sus conflictos, de lo que nadie mide pero que la habita con fuerza cada día, me llevó a confirmar que es esa escuela, reflejo de nuestro país, la que asume los retos de la transformación, y no aquella escuela fría y lejana, a la que solo le preocupan los resultados etéreos de pruebas diseñadas para inexistentes niños iguales.

 

Por ser esta una sociedad que no reconoce con justeza el  lugar del maestro, y le exige mucho más de lo que las condiciones y los recursos le permiten, admiro la pasión, el amor y el compromiso con el que cada día llegan a la escuela convencidos que “el mejor maestro es el que logra que la totalidad de sus alumnos aprendan y avancen a pesar de las muchas circunstancias adversas que afectan sus capacidades, tanto por sus limitaciones culturales y económicas como por sus bajos niveles de motivación” como dice Francisco Cajiao.

 

Los conozco, los he visto, los he escuchado haciendo del aula la vida, del conocimiento la esperanza, del conflicto la riqueza, por eso duele que ahora que salen a la calle a exigir sus derechos y a que se les dignifique su rol en la sociedad, solo se escuche decir que son unos irresponsables por dejar sin educación a ocho millones de niños y que son culpables por no tenerlos guardados mientras el resto de los mortales se despreocupa de ellos.

 

La vida los cruzó en mi camino, soy testigo de su terquedad, de su convicción, de su fe en los nuevos destinos de nuestros niños, de sus lágrimas en los fracasos y de su alegría cuando los ven conquistar algún sueño, por esto merecen todo el reconocimiento social y un trato digno por parte del Estado.

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