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CERRAR LA PUERTA

A veces no podemos contener el enojo y la puerta se cierra indócil, estrepitosamente. En esas ocasiones si alguien protestara aún tenemos el recurso de culpar al viento y quedar bien librados. Otras veces se cierra con cuidado, casi con ternura para proteger del ruido a quien aún descansa. La mayoría de las veces sólo queremos asegurarnos de que los bienes queden a salvo, pero siempre nos aseguramos de tener la llave a mano para abrirla en cualquier momento. Cerrar la puerta en cualquier caso es apenas un acto de transición.

A veces, se llama a la decisión de no dialogar, cerrar la puerta. La gran diferencia entre el homo sapiens y el homo dialogus es que el primero sabe hacer, es capaz de aprender rutinas y considerarlas propias, es para sí mismo; el homo dialogus, además de lo anterior, construye relaciones, lo cual implica su carácter humano, nos sitúa el desarrollo de la persona y su dimensión comunitaria está en el centro de la reflexión y la acción, y revaloriza la palabra y el diálogo como formas primarias de desarrollar la inteligencia y el afecto.

Contrario a lo que planteaba Aristóteles, el hombre no es un animal político por naturaleza. Su naturaleza pasa más por la capacidad de construir un lenguaje para identificarse con otros hombres, para compartir relaciones. Pasa de ser el objeto del que se habla, a ser el sujeto como otro que se hace presente ante mí, que me habla y al que hablo. No es que el otro no pueda ser considerado como un objeto de mi observación y experimentación, sobre el que yo emito un juicio; sólo que entonces ya no es más el otro que viene a mi presencia en la totalidad de su ser, sino una parte objetiva de la totalidad. Ya no es más la relación y el encuentro privado entre Yo y Tú lo que acontece, sino la experiencia que yo tengo de un tercero, el Ello. Por eso, el leitmotiv del pensamiento dialógico es, como se ha dicho, el ser entendido como «pura presencialidad», «el ser como relación», como lo definiría Bernard Casper.

El “animal político” del que hablaba Aristóteles, es entonces “hombre artificial”. Es decir, es creado por los hombres en las necesidades de su propio relacionamiento. En la lógica de Hobbes, ¿cuál es el acto creador por el que este hombre artificial, el Estado empieza a respirar? El fiat—dirá Hobbes—, el «hagamos al hombre», la palabra creadora pronunciada ahora por hombres, no por Dios, es el contrato mediante el cual acuerdan unirse las partes del cuerpo. (Cortina, Adela – Alianza y Contrato). El contrato da la vida al cuerpo político y lo mantiene contenido en una alianza.

Ahora bien, es claro que no lo mantiene como un espacio neutro, establecido y estable, sino más bien como una construcción en plena obra, a veces sin planos, es decir como una construcción humana.

Podríamos asumir, que esa construcción es la democracia. Una democracia, más que un régimen de acuerdos, es un sistema para convivir en condiciones de profundo y persistente desacuerdo. Si bien el desacuerdo en política goza de un prestigio exagerado, radicalizar la crítica y la oposición es el procedimiento más socorrido para hacerse notar, una exigencia imperiosa en ese combate por la atención que se libra en nuestras sociedades.

Es verdad que sin contradicción y diferencia los sistemas democráticos serían más incipientes, pero esto no es una prueba a favor de toda discrepancia, ni da la razón o el prestigio siempre al opositor. La mayoría no tiene necesariamente razón, por supuesto, pero tampoco quien se opone por principio. Su actitud no es, más ni menos la de aquel que cierra la puerta con fiereza, la deja “abriendo para afuera” y se enorgullece de hacerlo. Es decir, renuncia a su principal característica humana, cierra el diálogo y rompe las relaciones, cual primate que mata a sus congéneres por hacerse a la presa más grande.

La contradicción de nuestros sistemas políticos funciona así dado que las controversias públicas tienen mucho menos de diálogo que de lucha por hacerse con el «gustor» del público. Los que discuten no dialogan entre ellos, sino que pugnan por la aprobación de un tercero. Ya Platón consideraba que esta estructura triádica de la retórica, imposibilitaba el verdadero diálogo, sustituido por una competencia decidida finalmente por el aplauso. Para entender qué es lo que está realmente en juego, debe tenerse en cuenta que los litigantes no están hablando entre ellos sino que, en el fondo, se dirigen a un público por cuya aprobación compiten. No confrontan sus ideas, sino sus intereses, usualmente los personales o corporativos por encima de los generales.

La comunicación política representa un tipo de confrontación elemental donde el acontecimiento está por encima del argumento, el espectáculo sobre el debate, la dramaturgia sobre la comunicación. La esfera pública queda así reducida a lo que Habermas ha llamado «espectáculos de aclamación» (1968, 138). Las propias opiniones políticas son presentadas de tal modo que no se les puede responder con argumentos sino con adhesiones o rechazos de otro género.

Cuando suceden tragedias, la lógica se escapa entre las palabras, los intereses, los antagonismos. Si explota una bomba, lo cual sin duda nunca dejará de ser un desastre, la respuesta ruidosa es la de “tiren la puerta, cierren el dialogo”. Eso equivale a cerrar toda posibilidad hacia el futuro y de paso renunciar a la característica fundamental del ser humano, ser Homo Dialogus.

Como diría Joaquin Sabina, “no me tomen la tinta, por tonto”. Por supuesto que rechazo cualquier acción violenta, venga de donde viniere, pero ninguna acción, y mucho más si es absolutamente irracional, debería tener el poder destructor que tiene el cerrar la puerta, renunciar al dialogo, renunciar a ser humanos…

Cerrar la puerta, cortar el diálogo debería ser considerado entonces, un crimen de lesa humanidad.

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Juan Bernardo Galvez

Autor: Juan Bernardo Gálvez

Consultor en Planeación participativa y ordenamiento territorial.