Search
Close this search box.

El día que derribaron el Mónaco

 

Por: Gabriel Caldas

 

El día que derribaron el Mónaco, me fui para el taller a pintar tu cadáver Pablo. En ninguno de los cuadros de la serie había sido capaz de pintar tu rostro. Eras el gran dios sin cara. Ese día ante tu inminente desaparición, me diste la fuerza para pintarte, para pintar tu rostro, tu cuerpo lacerado, yaciente en la mesa de disección como la mesa de la última cena. En las últimas semanas, a partir del anuncio de la destrucción del Mónaco por parte de la Alcaldía, hubo revuelo en la ciudad, una ciudad que no entendía que significaba esto. De un momento a otro la cacería de brujas escobarianas había llevado a la implosión del Mónaco y ¡Ay de aquel que no estuviera de acuerdo! Era declarado hereje y escobariano. Pienso en como esta ciudad recuerda, te recuerda, hace memoria, te hace memoria, no hay mejor metástasis a la enfermedad que negarla, no hay homenaje más profundo a un dios apócrifo que esconderlo, implosionarlo para que sea oficial.

 

Todo estaría bajo control. La bomba que destruiría por fin tu refugio sería totalmente controlada, (no como las tuyas), sin daños colaterales, ni víctimas inocentes. Las víctimas inocentes tendrían un palco en el Club…, el mismo club que alguna vez te negó la entrada por ser Pablo, pero no de tus dólares para ser lavados, hoy era el escenario desde donde la ciudad miraba la implosión, tu segundo sacrificio. Esta vez sería un sacrificio transmitido en vivo y en directo, para que toda Medellín, toda Antioquia y toda Colombia aprendieran a hacer ritos sacrifícales, de invocación a un dios, para que nunca deje de estar entre nosotros.

 

La memoria de una ciudad se indignaba ante la forma en que era tratada tu memoria. Ahora eras memoria propia. Se te reclamaba como derecho y soberanía de una ciudad a tener a Pablo como parte de su memoria, y que esto era vulnerado por un burgomaestre que quería tu memoria para él solo. La dictadura de la memoria. – ¡Que no nos lo roben; él es nuestro! Gritaba la intelectualidad enardecida e indignada por el acto autoritario en inconsulto de qué hacer con tu cadáver. Quien lo dijera, tú, el florero de Llorente, la memoria en disputa, el tótem fundacional.

 

El Mónaco había sufrido lo mismo que tu cuerpo antes de poder ser enterrado, había sido explotado en su imagen, cercenado, desmantelado, mutilado, hasta finalmente convertirse en el ritual por excelencia de esta ciudad. Y aun se te veía deambular por sus pasillos, solitario, lleno de tristeza, lleno de antioqueñidad. Quien no valla al Mónaco no ha ido a Medellín, sentenciaban los anunciadores del ritual. Y el alcalde vociferaba, Medellín va más allá del Mónaco, Medellín no es Pablo Escobar. Entonces anunciaba el derribamiento del Mónaco para que nunca más vuelvan a Medellín. Es como pensar la Muralla China sin China. ¿Qué será de tu Mónaco sin Medellín?

 

Me recordó a lo que hicieron con tu cuerpo el día del entierro. Pablo era un pueblo, Pablo era comuna, Pablo era Medellín, entonces se lo arrebataron a tus familiares y el cajón fue abierto, para poder tocar al gran dios, y todos tomaron un pedazo de ti para llevárselo consigo a su casa, a su comuna, a su existencia: un brazo, una oreja, un ojo, un muslo, un dedo gordo del pie. Cuando volvieron a cerrar el cajón ya no quedaba nada de ti adentro, ya eras ciudad, esta ciudad como tu sarcófago. Eso paso hoy que implosionarón tu Mónaco. Volvieron a arrebatar tu cadáver a tu familia, a Medellín, para poder refundarla, descuartizando de nuevo al dios para regalarlo por todos los puntos cardinales y astrales de esta tu ciudad astral.

 

Toda Medellín se reunió alrededor de la implosión, como cuando llego el ferrocarril, el cadáver de Gardel, el primer vagón del Metro. Todos querían respirar al menos ese polvo en el que te convertirías, en el que se convertiría tú Mónaco bajo la dinamita controlada. Ese polvo se quedaría flotando sobre Medellín y su área metropolitana para siempre, haciéndola la más contaminada del país. Estas aquí Pablo, nos sigues envenenando, nos dicen que no saquemos los carros para bajar los niveles de contaminación, pero el problema no son los carros, es la forma en que hacemos memoria, es la forma en que nos pudrimos. Esto de hacer memoria es un asunto de salud pública.

 

Yo no pude tocarte ni en el primero, ni en el segundo ritual. No pude tener palco en el club junto a tus víctimas inocentes, ni sentarme en la mesa principal con los burgomaestres inocentes que anunciaban tu segundo descuartizamiento como un acto de gobierno. No pude. Por eso me vine para el taller a pintar tu cadáver, como esa piedad que te recoge en su manto, dolorosa a contemplar tu muerte con el amor de la epifanía, de la revelación. Por fin esta tu cuerpo reunido, reunificado en alguna parte de Medellín, está aquí, reunificado por mí en un cuadro, en el cuadro de la Última Cena de San Pablo Escobar.

 

Llegaste al taller pasado el mediodía, quizás llamado por tu cuerpo reunificado. Un poco empolvado, a duras penas te habían dado tiempo para salir. Al abrirte la puerta ibas dejando una estela de polvo; venías triste y fantasmal, un poco acentuado por el humo de la detonación. Ya no tenías a donde ir, te habían destruido tu casa. Qué bueno que mi taller pudo ser tu refugio. Trate de sacudirte un poco, como una vieja escultura de mármol que era sacudida para descubrir su identidad.

 

  • ¿Cómo estas Pablo? Te pregunté, pero ni siquiera hablamos del incidente del Mónaco. Tú te dirigiste de inmediato al cuadro, a tu cadáver recién pintado, fresco. Te sonreíste, como alguien que siente cuanto lo quieren. Lo miraste con ternura, te miraste con amor.
  • Tómame una foto con mi cadáver. Propusiste. – Claro que sí. Y te pusiste detrás de la mesa donde estaba tu cuerpo muerto y abriste los brazos y miraste a la cámara, a Medellín con satisfacción. Vea, ahora hasta Pablo se quiere tomar una foto con su cadáver.

 

El Chagualo, Medellín 2 de la tarde. Día de la implosión del Mónaco.  Año del cerdo.

 

 

Buscador

Visita nuestras videocolumnas

Síguenos en nuestras redes sociales