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RESILIENCIA: ESPACIOS Y PERSONAS

Resiliencia: capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador, un estado o situaciones adversas. RAE

 

 

En mi trabajo y entorno se usan muchos términos para caracterizar a los habitantes de las comunas Popular y Santa Cruz: población vulnerable, con bajo nivel de calidad de vida, de bajos ingresos, con condiciones básicas insatisfechas, y en espacios menos formales, no falta quien les diga pobres.

 

Si bien es innegable que las condiciones de estos territorios son de alta complejidad, resultado de una combinación de factores demográficos, topográficos e históricos, y que la terminología de referencia hace alusión a estas condiciones, es torpe negar desde el lenguaje la capacidad de resiliencia de las personas que habitan estos territorios, verdaderos héroes de ciudad; esto lo pude confirmar un lunes 12 de enero, después de haber conversado con ellos.

 

Ese lunes, mi compañera y yo fuimos invitados a hacer parte de un conversatorio llamado “Juventud entre guerra y paz”, organizado por la Corporación Con-Vivamos. La invitación nos tomó por sorpresa, y aunque contamos con poco tiempo libre, no dudamos en acompañar a nuestros nuevos amigos. Un detalle, la sede de Con-vivamos está ubicada a una cuadra del parque de Villa de Guadalupe en la comuna 1, y la cita era a las 6 y media de la tarde.

 

Nuestro viaje comenzó en Plaza Mayor a eso de las 6 donde decidimos tomar el Metroplús. Como es común a esta hora, tuvimos que dejar pasar varios vehículos ya que era físicamente imposible abordarlos. Nuestra suerte mejoró para el cuarto bus, en el que al fin pudimos entrar. Un compañero de espera, en situación de discapacidad, no tuvo tanta suerte.

 

Después de la incomodidad normal de una hora pico al interior de un bus, marcada por la pobrísima gestión de la temperatura y la curiosa cotidianidad que crea el compartir metro cuadrado con otras cinco personas, llegamos a la estación Hospital. Por indicación de nuestro anfitrión, caminamos hasta el punto donde íbamos a tomar la ruta integrada que nos llevaría a nuestro destino, justo atrás de donde parquean los buses de Santo Domingo, donde casi no huele al humo que sale de los puestos ambulantes e ilegales de chorizo asado.

 

Después de un desfile interminable de chimeneas multicolor que van en cuatro ruedas, un recital de pito y freno, y de ver pasar con resignación dos buses de nuestra ruta absolutamente saturados, un alma caritativa del operador envió un alimentador vacío que abordamos con gran alivio. Para entonces eran las siete de la noche, íbamos media hora tarde y habíamos perdido media hora esperando.

 

En el bus hablamos con una señora que amablemente nos explicó por qué prefiere esa media hora de espera a tomar otro bus, algo que no entendimos muy bien hasta que llegamos a nuestro destino. Los quince minutos en el bus fueron buenos, a pesar de las durísimas pendientes de Manrique, la transformación del paisaje urbano y la arquitectura en el área cercana a la iglesia, hacen del recorrido un trayecto agradable, si no es tu rutina, claro.

 

Una vez descendimos, justo donde nos indicó la señora, nos quedó clara su posición: es preferible esperar 20 o 30 minutos una ruta que te deja al lado de tu casa, que caminar dos o tres cuadras pendientes después de un largo día de trabajo. Las aceras, convertidas en escaleras, son estrechas, discontinuas y poco accesibles, el espacio verde se limita a algunos árboles de gran envergadura en el parque, y el alumbrado público es, en mi opinión, precario.

 

50 escalones más abajo, encontramos la casa de la Corporación Con-Vivamos. Un señor y una señora detrás de un mostrador nos indicaron amablemente cómo llegar donde estaba Jerson, nuestro anfitrión. Atravesamos un largo corredor donde vimos un grupo de niños trabajando con una señora de gafas gruesas y sonrisa amigable, quien lucía una camiseta verde con un mensaje enfático, Si a la Paz.

 

El taller comenzó pasadas las siete y media con once personas en total, cuatro mujeres y siete hombres. De entrada nos presentamos, solo Andrea – mi compañera – y yo éramos de una zona de la ciudad diferente, a pesar de la amplia convocatoria en redes. Después de presentarnos y ver un video muy potente sobre el proceso de paz, comenzamos a compartir nuestras vivencias alrededor de cuanto nos había afectado el conflicto, las diferencias eran diametrales.

 

A medida que se desarrollaba la conversación, correctamente moderada por nuestro anfitrión, un líder comunitario con más de 17 años de trabajo y no más de treinta de vida, mi admiración por los presentes comenzó a crecer. Primero, sentí que eran auténticos ciudadanos, formados e informados, no “problemólogos de “concervezatorio”. Segundo, noté que su experiencia con el conflicto con las FARC, al menos con este, era muy poca, a diferencia de lo que inicialmente supuse, pues su realidad es una más distinta, el enemigo son las bacrim y el paramilitarismo que  marcan una realidad muy distinta en el caso del conflicto urbano. Y tercero, entendí la capacidad transformadora de un espacio en una comunidad.

 

La casa de Con-Vivamos tiene lo necesario, nada ostentoso. Su cuarto de siglo de trabajo les permitió construir un lugar donde las carencias de este territorio pasan a un segundo plano. Efectivamente es un espacio de resiliencia. Espacio, personas, ideas y discursos fueron suficientes para darme cuenta del error de calificarlos como vulnerables, que, según el diccionario de sinónimos, se relaciona con calificativos como flojo, débil, endeble, frágil, desvalido.  ¡Que torpeza! no solo por mi experiencia, sino como producto de la reflexión en el conversatorio, donde subrayamos la importancia del lenguaje en la construcción de paz, y la necesidad, primero, de transformar imaginarios para poder transformar realidades, fue lo que me impulsó  a escribir esta columna, y llamar la atención sobre lo equivocado que estamos al segregar a la sociedad y creer que son otros los débiles, los necesitados, ¡cuánta ignorancia! Si son ellos, muchos, los que están haciendo más por el bienestar de la sociedad y la ciudad.

 

Creo en que la labor de todas las personas, símbolos reales de resiliencia, de todos estos procesos que a diario contribuyen a que estos territorios, que muchos prefieren ignorar hasta época de campaña, deben ser no solo dignificados sino exaltados, tanto desde el lenguaje técnico como del cotidiano.

 

Más aún, aspiro a que su trabajo sea la base para la construcción de políticas territoriales efectivas, que eviten que estos territorios sigan siendo sometidos no solo por grupos al margen de la ley, sino por la conveniencia de planificadores urbanos, usualmente afectos a la comodidad de sus vehículos y el café de sus oficinas.

 

Para culminar debo señalar que destacar estas labores desde el lenguaje es sólo el primer paso para que como sociedad, logremos dimensionar esos problemas que afirmamos querer resolver, y esas necesidades que decimos querer satisfacer. Estamos en mora de dar ese primer paso, hablemos de personas y espacios resilientes.

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