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¿Qué países han vivido recientemente procesos de paz exitosos?

 

 

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En medio de una coyuntura como la que vive Colombia, el analista Víctor de Currea-Lugo explica cómo les ha ido a otros países que decidieron llevar a cabo un proceso de paz y finalizar con sus conflictos bélicos.

 

La historia de la humanidad ha sido contada a través de sus guerras, pero podría ser contada a través de sus paces. Hay paces que han llegado con las armas, por el triunfo militar. Es el caso de las derrotas del nazismo en Europa o de los genocidas de Camboya. En Sri Lanka y en Perú los rebeldes fueron derrotados, pero en Cuba y Nicaragua los rebeldes triunfaron.

 

Hay otras guerras en las que se ha optado por la negociación, algunas veces ante la imposibilidad de derrotar al enemigo. En Indonesia, por ejemplo, el tsunami potenció la decisión previamente tomada por las partes para negociar.

 

En Filipinas ha habido varios intentos y cada vez la certeza de la salida negociada es más fuerte.

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En el acuerdo que firmó el gobierno de Filipinas se fijaron porcentajes de distribución de los recursos naturales entre el Estado y el gobierno regional.

 

Según la Escuela de Cultura de Paz, de Barcelona, más del 80 % de los conflictos finalizados en los últimos 30 años lo han hecho mediante un proceso de paz y menos del 20 % mediante la victoria militar de una de las partes.

 

Hay conflictos que se han enquistado, prolongados en el tiempo y el dolor, como es el caso de Chechenia. La pregunta es si una negociación podría ofrecer algo aceptable por las partes; pero para esto se requiere cierta maduración política, cierta capacidad de alejarse del maniqueísmo de triunfo total o derrota absoluta.

 

Esta maduración la puede dar la realidad: los rebeldes salvadoreños entendieron que a pesar de tomarse parte de la capital, eran incapaces de tomar el poder; en Indonesia, el gobierno entendió que a pesar de haber arrinconado a los rebeldes de la región de Aceh, el único camino era la negociación.

 

Negociar es diferente de claudicar, negociar implica ceder, renunciar al maximalismo, perder una parte de la agenda de lucha para lograr un mejor escenario del conflicto en la arena política. Y eso no es poca cosa, lo agradecen los civiles, desde Guatemala hasta Irlanda.

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El gran enemigo de las salidas negociadas es la doctrina que señala que “con terroristas no se puede ni se debe negociar”.

 

Pero toda paz tiene enemigos. Desde radicalismos políticos que insisten en el todo-o-nada de la guerra, hasta negociantes de la guerra. En Malí, por ejemplo, ante una propuesta de paz con los tuaregs, un sector de la sociedad se movilizó contra la propuesta de paz y al final hubo un golpe militar, una guerra que fragmentó el país y una parte del territorio cayó en manos de Al-Qaeda (AQMI). Sin una sociedad lista para la paz, la voluntad de los guerreros puede no ser suficiente.

 

En términos de análisis político, el gran enemigo de las salidas negociadas ha sido la doctrina de la “guerra contra el terror”, en cuya lógica no hay causas de los conflictos y todo se reduce a la lucha entre la sociedad contra unos terroristas con los que “no se puede ni se debe negociar”. Una extensión (incluso previa) de esa lógica es la idea de “nuevas guerras”, con la cual se intenta decir que todas las guerras en África son étnicas y todas las de Oriente Medio son religiosas, lo que no es cierto.

 

Negociar implica tener agendas, garantías, acompañantes, tiempos y, sobre todo, voluntad política. Algunas negociaciones buscan solo un respiro para la continuación de la guerra, una forma de legitimarse internacionalmente o un espacio para la acumulación política.

 

Todo proceso tiene altibajos: en el caso de Afganistán el asesinato de algunos voceros negociadores rompió el proceso de acercamiento. Los discursos de las partes son dinámicos y van cambiando, pero no se puede pedir que desde el primer día se porten como esperamos verlos el último día. Nelson Mandela, por ejemplo, no renunció al uso de la violencia sino cuando el proceso ya había tomado curso.

 

Los altibajos militares pesan mucho, pero es necesario saber que toda tregua es susceptible de romperse, lo que no necesariamente significa el fin del proceso de negociación. Entender que habrá tropiezos como parte del proceso es parte de la madurez política. Las complejidades militares no siempre pueden leerse fácilmente; como decía un escritor español: no es lo mismo tomar trincheras en un café que tomar café en las trincheras.

 

Formular una agenda implica reconocer el enemigo como actor político. Los talibán son unas organizaciones complejas, más allá de simples vendedores de opio. Los tuaregs son una comunidad étnica del desierto y no un grupo terrorista, Hizbollah es mucho más que sus milicias. Ahora, definir la agenda de negociación es ya una negociación. Esas a veces se formulan en procesos confidenciales para evitar la bulla de la prensa. Hay que recordar que una es la posición que se adopta frente a los micrófonos y que no necesariamente es la misma en la mesa de negociación. Eso no es hipocresía sino parte del ritual.

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Formular una agenda implica reconocer al enemigo como actor político.

 

Negociar por negociar desgasta la paz, genera incredulidad en la sociedad y alimenta una nueva oleada de violencia, como pasó en Senegal. La solución es la transparencia, pero esa transparencia tiene un límite: entender que se negocia en la mesa y no a través de los medios de comunicación. Hay que prever, en todo caso, el riesgo de que la falta de información se llene con rumores.

 

Las negociaciones pueden ser tan específicas como las partes quieran: en Mindanao (Filipinas) y en Aceh (Indonesia) se llegó incluso a fijar porcentajes de distribución de los recursos naturales entre el Estado y el gobierno regional; en otros, como en El Salvador, la agenda social fue muy limitada y menos aún implementada.

 

Esto es relevante: si las causas del conflicto no se tocan, bien en el documento de fin del conflicto o bien en el espacio político que ofrece el posconflicto armado, la posibilidad de regreso a la guerra existe: es el caso del rearme de tamiles en Sri Lanka. Nadie negocia para irse a una cárcel varias décadas, la gran mayoría busca espacios de participación política donde lucharían, en democracia, por lo que buscaban por medio de las armas y, a veces, incluso llegan al poder, como fue el caso de Nepal.

 

Hoy por hoy, no puede haber un proceso de paz que no mire los estándares internacionales que impone la existencia de la Corte Penal Internacional, así como el debido reconocimiento a las víctimas. Ruanda y Sudáfrica son dos casos donde los principios de verdad, justicia, reparación y no repetición empezaron a jugar un papel esencial, pero esos dos procesos son mejorables en la medida en que las víctimas tengan un papel más activo en la discusión de los acuerdos.

 

La experiencia demuestra que es posible el establecimiento de penas alternativas, basada en la confesión de la verdad de los hechos de la guerra, que den cuenta de la tensión entre el deseo de justicia de las víctimas y la petición de las partes de no pagar penas de prisión. Así se hizo en los casos ya mencionados de Ruanda y Sudáfrica.

 

Para Desmond Tutu, de Sudáfrica, hay que diferenciar entre la justicia retributiva, en la cual el delincuente paga ante el Estado, y la justicia restaurativa, en la cual el delincuente responde ante la sociedad, buscando el perdón. Esto no significa penas menores, el establecimiento de trabajos sociales de gran envergadura (puentes, carreteras, desminado) es una alternativa que usa el recurso humano que dejó la guerra, repara y beneficia a la comunidad y permite evitar la maniquea tensión entre justicia y paz. Pero el caso de la verdad debe ser innegociable, previendo castigos (incluso de cárcel) para quienes falten a ese compromiso.

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Desmond Tutu afirma que hay que diferenciar entre la justicia retributiva y la restaurativa.

 

AL FINAL DEL CONFLICTO

Una vez firmada la paz, es usual que los grupos rebeldes tengan disidencias que decidan continuar con la lucha armada: eso se ha visto en varios conflictos. Otras veces se negocia a diferentes velocidades con diferentes grupos, como se ha hecho en Filipinas y Darfur. En Papúa Nueva Guinea el proceso se benefició porque los rebeldes negociaron en bloque.

 

También es esperable (aunque no deseable) que no se haga entrega del cien por ciento de las armas, incluso en algunas guerras el porcentaje de armas entregadas no se conduele con el número de combatientes desmovilizados, pero eso no significa un fracaso del proceso en el cual lo principal es que las armas dejen de usarse.

 

Muchos de los pasos anteriores solo son posibles mediante la presencia de un acompañamiento de la comunidad internacional que dé confianza a las partes, esos acompañamientos obligan a la mesura, la discreción y el respeto a las partes. No se puede apoyar un proceso de paz sin dar un mínimo de credibilidad a las partes y el respeto debido. Por ejemplo, Noruega ayudó a destrabar el proceso de Sri Lanka y fue sede para el proceso entre palestinos e israelíes.

 

Todo acuerdo posterior implica la creación de nuevas instituciones, pero existe el riesgo de que, como en Sudán, se responda a las preguntas de fondo de la implementación, con una larga lista de instituciones creadas, cambiando el fin por los medios.

 

En el caso de Afganistán, una vez Estados Unidos acorraló a los talibán en 2001, trató de desarrollar una política de rehabilitación que tuvo tres pecados centrales: no fue una política nacional, sino esfuerzos locales en las zonas más afectadas por la guerra; no se hizo con proyectos a largo plazo, sino muy a corto plazo; y no se implementó a través de las comunidades, sino de operadores. Estos tres pecados llevaron al fracaso de ese modelo de paz territorial y permitieron el regreso de los talibán a muchas zonas del país, así como a la frustración generalizada de la población.

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Intentar decir que todas las guerras en África son étnicas es un error.

 

Los excombatientes no deben quedar desprotegidos, de ninguna de las partes, urge que se reconozca su condición humana y sus expectativas. Para una sociedad, el costo en ayudas a los desmovilizados siempre es mucho menor que el costo económico, social y político de eternizar una guerra. Lo mejor: políticas que impacten a toda la sociedad: un programa de empleo para excombatientes puede ser una medida específica de aplicación de corto plazo, pero una política social de empleo es más a largo plazo y más general.

 

No basta firmar, hay que implementar, hay que cumplir la palabra empeñada si de verdad se quieren prevenir nuevos brotes de violencia. Para los enemigos de la paz, cualquier escollo es sinónimo de fracaso. El incumplimiento de lo acordado explica la frustración de Liberia, donde se firmaron en vano nueve acuerdos de paz.

 

A veces los enemigos son capaces de llevar a un país a lo peor para hacer fracasar la paz. Pocos recuerdan que un año antes del genocidio de Ruanda, hubo la firma de un acuerdo entre los rebeldes tutsi y el gobierno hutu. Al tiempo, los enemigos organizaron grupos paramilitares, atacaron los acuerdos, usaron los medios de comunicación para sembrar cizaña y finalmente dirigieron al país a un genocidio.

 

Los países que reciben la paz seguirán con algunos problemas (por ejemplo, la inequidad no negociada o la violencia intrafamiliar), enfrentarán nuevos (aumento de la violencia urbana, por ejemplo), y es necesario que la sociedad entienda que la paz no trae automáticamente consigo la solución de toda la problemática social.

 

La ignorancia, la apatía y el fanatismo son más amigas de la guerra que de la paz, y eso lo deben tener en cuenta quienes apuesten por una salida negociada que, como toda acción humana, siempre será perfectible.

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