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LOS IDIOTAS ÚTILES

«Si hay un idiota en el poder, es porque quienes lo eligieron están bien representados» Mahatma Gandhi

 

El desacuerdo, ese loco que anda suelto por ahí ganándose un prestigio exagerado, pareciera ser la esencia de la política, contrario a lo que debe ser y lo que significa la  política, en sí misma.

 

No sin razones válidas, decidimos instalar la controversia en los partidos y en las personas que ejercían de manera profesional la actividad pública. Escribimos grandes tratados sobre la crisis de los partidos sin capacidad de saber qué hacer para trascenderlos con otros aparatos que pudieran ser soporte de la democracia, de los ideales democráticos. Denigramos de los políticos sin conciencia de que la degradación de quienes ejercían funciones públicas poco o nada tenía que ver con el quehacer político mismo. En medio de una crítica despiadada de la institucionalidad destruimos el valor lo público.

 

La consecuencia fatal fue que terminamos validando las prácticas gerenciales en el manejo de lo público. Se volvió moda ser el “gerente” de la ciudad, del país. En una suerte de irrespeto por el valor de la sociedad como construcción social aparecieron como “virtudes máximas” de quienes detentaban el poder, la honestidad, la capacidad de administrar como si no fueran competencias básicas sino un gran plus… y aplaudimos.

 

Lo público debía ser “administrado” no gobernado y el administrador entonces se convertía en un ser omnipotente. Sus credenciales en el sector privado, el dinero acumulado en sus cuentas, su capacidad de relación con el poder económico se convirtieron en la máxima expresión de la potencia de sus mandatos. Lo que pensara del valor de lo público, de la capacidad del estado para resolver la iniquidad de la inequidad se nos volvió secundario.

 

Y llegaron los premios internacionales que fijaron unos patrones de “administración” y por lo tanto todos querían ser “el mandatario del año”. No por su capacidad Política sino por el cumplimiento de los requisitos fijados, por quien sabe que intereses, en un check list que se cumplía a cabalidad.

 

Instalamos el disenso por lo público y nos dijeron mil veces “Idiotas Útiles de la revolución”. Lo que nunca interpretamos correctamente era de qué revolución se trataba. Esa “clase política” tradicional no nos insultaba, no nos estigmatizaba como erróneamente lo creímos. Lo que hacía era advertirnos: Sigan desprestigiando la política, los políticos y los partidos, las ideologías y sobre esa base haremos nuestra revolución. ¡¡¡Y la hicieron!!!

 

Una revolución que transformó al estado en un eunuco al servicio de sus intereses privados a cualquier costo. ¿Había que desplazar y asesinar campesinos para ampliar la frontera de la coca y la minera ilegal?  Asígnense tres generales que sirvan de contacto con doce apóstoles. ¿Había que fortalecer el empresariado feudal agrario? Asígnense subsidios al etanol, regálese dinero y asegúrese el Ingreso agrario con partidas especiales.

 

¡¡¡¡Y la tribuna feliz!!!! Era lo que queríamos. Cual valor de lo público, ni que carajadas ideológicas. Ahí tenemos a los tecnócratas, a los expertos, ellos saben lo que hacen “aislados de consideraciones politiqueras regionales” y los convertimos en los nuevos dioses. Solo superados por las memorables “comisiones de sabios” sin ninguna responsabilidad social o política que iban tomado decisiones trascendentales, sin necesidad de develar sus conflictos de interés.

 

Creamos el mito del desacuerdo, sin ponernos de acuerdo en lo deseable, así que ellos encontraron la respuesta: Tecnocracia, movimientos “independientes”, organizaciones de garaje sin ningún vínculo con la sociedad, microempresas electorales que tenían el gran mérito de denigrar de los partidos y por ahí colaron su “revolución”: El uso – mejor el abuso – de los bienes y capitales públicos, tangibles e intangibles, para sus propios negocios e intereses. Se llama corrupción: ahí incubamos el monstruo.

 

No se trata por supuesto de que no fuera necesario poner en cuestión a los políticos y sus prácticas, ni a los partidos y sus intereses de clase., Por supuesto sin controversia y disenso, la democracia seria de risa, pobre, pero eso no prueba que cualquier discrepancia sea positiva ni legitima ni tendría que dar prestigio per se al opositor. No tiene necesariamente razón la mayoría, pero tampoco quien se opone por principio aunque tenga la mayoría. En una desgraciada cantidad  de ocasiones llevar la contraria es un facilismo menos imaginativo que buscar el acuerdo. Y termina  mitificando y ritualizando el antagonismo.

 

Ese antagonismo, además de elemental y previsible, convierte a la política en un combate en el que no se trata de discutir asuntos más o menos objetivos, sino de escenificar unas diferencias necesarias para mantenerse o conquistar el poder. El antagonismo de nuestros sistemas políticos funciona así porque las controversias públicas tienen menos de diálogo, que de combate por hacerse con el favor del público.

 

Los discursos no se realizan para discutir con el adversario o tratar de convencerle, sino que adquieren un carácter plebiscitario, de legitimación ante el público. Esto siempre colocará el acontecimiento por encima de! argumento, el espectáculo sobre el debate: la dramaturgia sobre la comunicación. Y por supuesto los negocios y negociados por encima de los intereses de la sociedad.

 

Esto explica la tendencia de los políticos a sobreactuar, el énfasis en lo polémico hasta extremos generalmente grotescos o inverosímiles. Y es que los actores sociales viven de la controversia y el desacuerdo. Con ello tratan de obtener no sólo la atención de la opinión pública, sino también el liderazgo en la propia hinchada, que premia la intransigencia, la victimización y la firmeza. Con frecuencia esto conduce a un estilo dramatizador y de denuncia, que mantiene unida a la facción en torno a un eje elemental, pero que dificulta la consecución de acuerdos más allá de la propia hinchada.

 

En medio de ese reality show en el cual convertimos la discusión pública, desvalorizamos la política como la actividad que tiene que ver con la búsqueda de espacios de encuentro, el compromiso y la implicación de otros.

 

La incapacidad o mejor el inútil interés de ponerse de acuerdo tiene no pocos efectos retardatarios, como los bloqueos y los vetos, desarrollando una manera muy elemental  de hacer política, a la que aplica la caracterización que hacía Foucault del poder como «pobre en recursos, parco en sus métodos, monótono en las tácticas que utiliza, incapaz de invención».  Solo basta esgrimir el miedo que produce el coco.

 

Poner a andar la maquinaria de ese loco suelto, sin capacidad propositiva, solo con la intencionalidad de destruir el concepto de la política, de los partidos, de la democracia, les dejó a los enemigos de la democracia el terreno despejado.

Sin un derrotero claro, sin vocación de poder, sin capacidad de llegar a acuerdos, es decir de confluir, hicimos la transición de “pacíficos progresistas demócratas de avanzada” a idiotas útiles de la revolución más violenta. Una revolución que mata de hambre e ignorancia a miles de personas cada día.

Tanto en Colombia como en USA o Argentina, en Brasil, en Francia o en Alemania. En el medio o lejano Oriente,  el desprestigio y la desvalorización de lo público tendieron el tapete rojo del fundamentalismo de derecha.

Habrá que definir algún día cual era nuestra revolución, al menos para la inefable constancia histórica. Aunque dudo que seamos capaces en ponernos de acuerdo.

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